Al caer la noche de aquel 02 de noviembre tan diferente al resto de los días no se por qué, mis padres, mi hermano y yo nos preparábamos para ir donde mi "magestrudes", mi abuela paterna. Mi madre nos había arropado con tanto esmero con chompas y casacas, preparándonos para soportar el más intenso frío de la más oscura y misteriosa noche.
Después de
asegurar muy bien la casa, emprendimos la corta caminata por las calles
tímidamente alumbradas por las luces solitarias de los esbeltos postes, el frió propio de las noches “cajachas” parecía más intenso aquella noche, se respiraba
silencio, el mismo que nos acompañó durante todo el trayecto.
Por fin
llegamos luego de recorrer aproximadamente las cinco cuadras de distancia que
parecían una eternidad, era una casa completamente de adobe, antigua y llena de
recuerdos, al zaguán ancho le continuaba el patio empedrado, alrededor del cual
se encontraban los cuartos incluida la sala, la penumbra inundaba el ambiente y
mil sombras salieron a recibirnos, mis tías sonrientes contrastaban en medio de
aquella escena tenebrosa.
En la sala,
espaciosa y fría, igual de oscura que el resto de la casa, y alumbrada solo por
algunas velas, se encontraba mi abuela, sentada sobre un petate tendido en el
suelo y una frazada que le abrigaba los pies. “A ver mamá”, dijo mi padre al
entrar y acomodándose en la silla reservada para él se cubrió el regazo con la
frazada que sobre ella se encontraba, al mismo tiempo mi madre le saludaba:
“Buenas noches señora Gestrudes”, mi hermano y yo no salíamos de nuestro asombro
y casi sin mirarla solamente le decíamos: “buenas noches magestrudes” e
instantáneamente buscábamos nuestro sitio sobre aquel petate para acurrucarnos junto
a mi madre y no tanto por el frío áspero que se filtraba por debajo de la
puerta como pidiendo permiso, sino por aquel “altar” que se erguía delante de
nosotros, que desparramaba misterio y a pesar del miedo que en nosotros
provocaba, no dejábamos de mirarlo.
Mi abuela,
aquella anciana de carácter fuerte y mirada penetrante, se complacía enormemente
con nuestra presencia y llamando a sus hijas, iniciaba el rezo por las almas
benditas del purgatorio.
Sobre la
pequeña mesa que era el “altar” cubierta con un mantel blanco se habían
acomodado alguna imágenes de santos, un crucifijo, algunos otros sacramentales
y en el centro de la mesa, como sintiéndose la agasajada de aquella noche que
se recordaba a las almas benditas del purgatorio, estaba “la mochita”, un
cráneo humano colocado dentro de una fuente tejida de fibra vegetal seca, a
modo de “panera” y cubierta con un pañuelo blanco, dejando ver los huecos de
sus ojos y de las fosas nasales, delante y al borde de la mesa completaban la
escena los panes horneados el día anterior en el horno casero, el vaso de
chicha de jora, la copa de aguardiente, los cigarros “inca” sin filtro y
algunas frutas, que servían de banquete a todas las almas benditas del
purgatorio. Y es que según la tradición esta noche todas las almitas estaban
sueltas y visitaban a sus seres queridos, por lo tanto todos estábamos en la
obligación de recibirlas con aquellos manjares que más les ha gustado cuando
vivos.
Después de los
rezos de rigor, empezaron los cuentos de misterio en los que, obviamente el
personaje principal era “la mochita”.
No se cuánto
tiempo permanecimos en aquel lugar, solo se que las historias eran interminables
y nosotros nos sentíamos protegidos y seguros al lado de mi madre, nadie quería
salir al patio y menos ir al baño, y todo ruido que escuchábamos parecía
relacionado con las historias que contaban. Supongo que en algún momento de la
madrugada nos quedamos dormidos mi hermano y yo.
A la mañana
siguiente fuimos a la sala a ver el altar, encontramos a mi abuela que nos
explicó: “las almitas han venido en la madrugada a comer, ¿ven cómo hay menos
chicha en el vaso?, igual que el aguardiente, también hay menos en la copa; y
miren el plátano parece que lo hubieran chupado y es que las almitas no tienen
dientes”.